Las bombas explotaron en la capital de España, con la frecuencia que los autores de las mismas habían diseñado, una detrás de otra, con unos pocos minutos de intervalo entre ellas, y en sitios distintos y estratégicos de la gran ciudad. Un fino ataque perfilado, para sembrar el miedo, el terror, el caos; un fino ataque para destrozar la vida.
Cientos de personas, huían despavoridas sin saber a donde ir, sin saber a donde iban a parar. Los restos humanos destrozados, se confundían con trozos de cemento, de madera, de metal, en aquellos lugares donde se producían las explosiones. Ojos, piernas, brazos, manos, intestinos, aliñados con fluidos corporales, sangre y humo, eran parte importante del paisaje. Gritos desesperados inundaban las zonas agredidas. La desesperación campaba a sus anchas, y era la reina de las calles, la reina de la ciudad, de una ciudad que amanecía en una hermosa mañana, con alrededor de 15 grados centígrados de temperatura, y con la ilusión de poder vivir durante otro día. Desgraciadamente, para 192 personas, hombres, mujeres y niños, ese sería el último día de sus vidas.
A miles de kilómetros de Madrid, un grupo de personas se abrazaban delante de un televisor, riendo, satisfechos de las imágenes que llegaban desde el centro del dolor.
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