Son las 7 de la mañana, y el zumbido penetrante del
despertador suena en el dormitorio de la familia Pérez López en cualquier
ciudad española. Rogelio, el cabeza de familia, maquinalmente extiende su brazo
y a oscuras apaga el desagradable ruido. Hoy hace frío –piensa bostezando- y
poniéndose una vieja bata de felpa, se levanta buscando con los pies sus
zapatillas, regalo de sus hijos las pasadas Navidades. Sus primeros pasos se
dirigen a la puerta de la habitación, y con mucho cuidado de no despertar a Pablo
y Laura –los niños han de dormir en el mismo cuarto que sus padres-, abre la
misma y arrastrando un poco sus pasos, llega a la cocina donde ya se encuentra
Carmen, su suegra, preparando los desayunos y los macarrones con tomate y atún
que sus nietos llevarán en las fiambreras, para almorzar en la escuela. Rogelio
se sirve una taza de café soluble de marca blanca, y después del primer sorbo,
se pone a untar unas cuantas rebanadas de pan con margarina y mermelada. Tiritando
de frío y legañosa, Marga –la hija de Carmen- se sienta en la mesa después de
haberle dado un beso a su madre y enciende un cigarrillo bajo la inquisidora
mirada de Rogelio que quiere que abandone el hábito de fumar.
Con el cariño típico de abuela, Carmen despierta a sus
nietos con un leve susurro y unas suaves caricias, anunciándoles que la leche y
el Cola Cao están en la mesa de la cocina. Los niños, de 5 y 7 años, enfilan
somnolientos el camino del lugar donde sus padres hace rato que están sentados.
Entre leves protestas –debidas al sueño-, los críos
comienzan su rutina diaria. Rutina –distinta por otra parte-, que seguirán sus
padres, en la búsqueda baldía de cualquier actividad que les permita algún tipo
de ingreso. Ingresos que hace ya tiempo dejaron de percibir ni por trabajo, ni
por subsidios. A Rogelio, aparejador –arquitecto técnico se dice ahora-, le
despidieron de la empresa donde prestaba sus servicios, hace tres años. Marga
fue saltando de trabajo en trabajo, con contratos parciales, con contratos
basura. Malos tiempos para una diplomada en publicidad.
Agotadas las prestaciones por desempleo, y a la espera de
recibir un salario social –llevan varios meses anhelando la resolución de la
Consejería correspondiente-, sus pocos ahorros se esfumaron, tuvieron que dejar
el piso que alquilaban en el centro de la ciudad, vender el utilitario usado
por Rogelio en su trabajo e irse a vivir al piso de los padres de Marga, Carmen
y Julio a las afueras de la ciudad.
Julio es un jubilado de una fábrica de componentes
desaparecida ya hace unos años. Hijo de la migración interna española de los
años 60, Julio llegó a la ciudad desde su pueblo, atraído por la llamada masiva
de la industria. Trabajando duro, aprovechaba su tiempo libre para formarse en
su oficio, y de esa manera fue ascendiendo dentro de la fábrica, con las
consiguientes mejoras en responsabilidad y salario. Pasó el tiempo, y las
condiciones de salubridad laboral de la época –pésimas-, le pasaron factura, y
hoy sufre severos problemas pulmonares, que le obligan a tratarse periódicamente
en el hospital de su zona. Mientras Julio se iba matando poco a poco por
dentro, su mujer, Carmen era la típica ama de casa que se dedicaba a sus hijos
y a las labores del hogar. Tenían dos vástagos, Margarita y Juan Antonio, que
como todo niño eran ajenos a los sacrificios de sus padres. Eran buenos chicos, si bien algo traviesos,
sobre todo Juan Antonio, el cual le hacía la vida imposible a su hermana más
pequeña, haciéndola constantemente de rabiar antes de embarcarse como marinero
en varios cargueros. Marga, era estudiosa y responsable y ayudaba en lo
que podía a su madre en las labores de casa. Después de un corto noviazgo, se
casó con Rogelio y en poco tiempo tuvieron a Pablo y Laura.
Los días de vino y rosas desaparecieron y fueron sustituidos
por los negros nubarrones del desempleo y la precariedad. Los ingresos
disminuían y los gastos aumentaban. Había que tomar medidas. Llegó el momento
de hacer la mudanza a la casa de Julio y Carmen.
La pensión de Julio, no es precisamente de las más altas,
aunque a la pareja de adultos mayores les da de sobra para vivir de forma
decente y digna. Sin embargo, ahora les llegan cuatro bocas más que alimentar,
dos de ellas de niños. Pero son optimistas, ya que la crisis no puede ser
eterna, y hay que enfocar el futuro de forma positiva.
Rogelio se dispone a salir de casa para llevar a sus hijos a
la escuela donde cursan primaria. Las mochilas rebosantes, se juntan con la
bolsa donde van las tarteras de plástico repletas con los macarrones preparados
por la abuela Carmen, junto con los 6 euros necesarios para calentar la comida
en el microondas del centro escolar. 30 euros semanales, 120 mensuales. Pero
los niños han de comer, están en desarrollo. 3 euros de los billetes de autobús
–el colegio no está cerca- se suman al gasto diario. Rogelio vuelve a pie. 120
euros todos los meses –por la tarde, de vuelta a casa hacen el mismo recorrido-
que se han de guardar para que Laura y Pablo puedan formarse.
Como todas las semanas, Julio se prepara para recibir al
vehículo que lo lleva al hospital para tratarse de su mal pulmonar. El timbre
del telefonillo anuncia que abajo está Enrique, el simpático conductor que le
lleva al centro de salud. Seguro que hoy trae chistes nuevos para amenizar el
viaje. Antes, el transporte era gratuito, ahora cuesta 5 euros por trayecto. 10
euros a la semana, 40 euros al mes.
Al igual que Julio, Carmen necesita medicamentos de forma
regular y constante. De hecho, hace tiempo, su hija les regaló a ambos una
caja-pastillero con varios compartimentos en los que hay espacio para
diferenciar las medicinas a tomar en las diversas horas del día. Muchos
fármacos y muy caros. Según el baremo usado, han de pagar 18 euros cada uno al
mes, es decir 36 euros mensuales.
Hoy en día, el acceso a Internet es básico para poder
encontrar trabajo. Marga no para de entrar en portales de empleo e inscribirse
a ofertas, las cuales no tienen nunca contestación, ni positiva ni negativa. Se
desespera. Rogelio aprovecha el trayecto de vuelta del colegio, para buscar algún
tipo de ocupación. Da igual la misma. No encuentra nada. Así lleva más de un
año. Hasta la socorrida hace años descarga de camiones en el mercado de
madrugada está copada. También se desespera.
La señora Lola, dueña del pequeño supermercado donde va a comprar
Carmen, no para de quejarse de la situación actual. La culpa es del gobierno
anterior, dice, que dilapidó todo el dinero que había en la caja del Estado. Es
lo que dice la tele. Sin ir más lejos en un programa de la noche anterior, unos
señores muy serios y encorbatados –nada que ver con esos melenudos
perroflautas-, opinaban que tanta ayuda al desamparado, tanto matrimonio
homosexual, tanta educación para la ciudadanía, habían hundido a España. A esa
España de mantilla y crucifijo unidad de destino en lo universal. ¡Ay si el Caudillo
levantara la cabeza! Mientras una empleada del super sirve el cuarto y mitad de
mortadela solicitado por Carmen, la señora Lola no para de recordar los buenos
tiempos en los que no había manifestaciones, se podía dejar la puerta abierta
de casa sin problema ninguno, no había inmigrantes que molestaran en las calles
y sobre todo esos vagos sindicalistas o estaban en prisión o escondidos como
ratas. ¡Qué tiempos aquellos! Carmen asiente en silencio con la cabeza. No
quiere discusiones y problemas. Hay que llevarse bien con la señora Lola, no
vaya a ser que algún día tenga que pedir fiado.
Hoy los chicos traen de la escuela una lista con un montón
de cosas que comprar. Las necesitan para las actividades diarias. Lápices de colores,
plastilinas, cuadernos, tijeras con la punta roma, son algunos de los objetos
precisados. Otro porrón de dinero que deben de destinar los padres para sus
hijos. Encima, ha subido el IVA una cantidad escandalosa, y en la papelería del
barrio, los precios se han desbocado. Hay otra posibilidad, la de los comercios
de chinos, pero Carmen, la abuela, no confía mucho en la calidad de lo que en
ellos se vende. Ya tuvo una experiencia con un carrito de la compra, el cual se
rompió al segundo día de uso. A los nietos hay que mimarlos un poco. Además, lo
barato, a la larga, sale caro.
En el correo del día, llegó el nuevo recibo de la luz. Un
buen pico. Y eso que tienen contratada la llamada Tarifa de Ultimo Recurso
(TUR). ¿Cuántas subidas llevan en el año? Tres, contesta Rogelio, entre
resignado y desesperado. El próximo mes, otro incremento. Cosas de la economía,
del libre mercado y de algo que se llama Déficit Tarifario. Pobrecitas las
eléctricas. Pobrecitos sus directivos y asesores. Trabajan por el bien de España
y de los españoles. Además, una de ellas ha sido expropiada por un comunista
analfabeto, han comentado esos señores encorbatados y elegantes que se reúnen
por las noches con unas buenas copas de vino a su alrededor.
Cae la tarde con toda la familia en casa. Los niños haciendo
sus deberes. Los padres viendo un poco de televisión. Carmen arreglando unos
pantalones de Pablo y el abuelo Julio haciendo unos crucigramas. Todos en el
salón. Se acaba otro día igual que todos. Sin ilusión, con poca esperanza. Y
eso que entraron a gobernar unos que decían que lo iban a arreglar. Que ellos
tenían la receta para salir del pozo en el que se encuentra la sociedad
española. Menudos mangantes. El cambio prometido llegó, pero para peor. Más
impuestos, menos prestaciones sociales, bajada efectiva de las pensiones, más
tasas, más y menos, más y menos. Siempre igual. El ciudadano es el pagano de
todos los desastres que crean otros. Debe de ser que se ha vivido por encima de nuestras posibilidades. ¡Y una mierda!
Después de la cena, los niños al baño y a dormir. Los
adultos se sientan pensativos frente al televisor que escupe una película de
aventuras. Rogelio y Marga sueñan con que el día de mañana traiga un trabajo,
sea cual sea, mientras que los abuelos, tristes y preocupados, saben que, si no
cambian las cosas, sus hijos y nietos tendrán un futuro más negro que el carbón
de Asturias.
Este es el diario de una familia común hoy en España. ¿Qué es lo que tú piensas?
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